
En una entrevista reciente decías que pensás a la literatura “como una forma de conocimiento de uno mismo. Ya no para leer historias, sino para leer mujeres y hombres”. ¿Te podría pedir que ampliaras esto?
Sí, me refiero a las experiencias particulares de estar en el mundo y no solamente a que se narre en una historia. Los diarios de (la escritora francesa) Anaïs Nin son un gran ejemplo para mí en ese sentido. Para lo demás, más allá de que naturalmente son lenguajes distintos, ya están las series en plataformas como Netflix, que, si nos limitáramos a los guiones, son el producto de muchas subjetividades al servicio de la industria cultural. Se gana mucho dinero ahí… (lo sé bien). Es un trabajo como cualquier otro; pero para mí la literatura es otra cosa.
¿Qué otra cosa?
Si la pienso como profesión, será siempre en el sentido etimológico de profesar algo. Creo que escribir historias no es difícil, y hasta te diría que ni siquiera es necesario leer muchos libros. Si las historias se enmarcan dentro de la seguridad que ofrece un determinado género discursivo, a fuerza de empeño y disciplina tarde o temprano vas a lograr escribir historias. Y hasta escribir buenas historias. Mi concepto de la literatura ni siquiera tiene que ver con escribir bien sino con tener algo para decir y esto, necesariamente, implica un proyecto estético que puede derivar hacia múltiples direcciones y es deseable que alcance su culminación si se logra vivir lo suficiente. Ese proyecto puede llevarte unos pocos libros, como en el caso de (el escritor mexicano Juan) Rulfo o (el escritor norteamericano J.D.) Salinger, a veces se agota en el primero, o en varios como en (Julio) Cortázar cuyo inicio está en Los Premios y termina en Rayuela o (el escritor irlandés) James Joyce con Retrato del artista adolescente hasta Ulises.
Una especie de oposición entre la literatura como parte de la existencia y lo que podríamos llamar la literatura comercial…
¿Te imaginás a (el novelista norteamericano Henry) Miller participando del premio Corneta de Novela? ¿A (el escritor inglés) Malcom Lowry? (Risas). Es en la lectura, en tu relación íntima con la lectura, donde surge esa línea imaginaria de partida a la que me refiero por ética. Si vos sentís que la literatura te salvó la vida, ese es el punto de partida de tu relación con la escritura, una especie de herencia que vos mismo te adjudicas, y no siempre de manera consciente, para escribir.
Hablando ahora un poquito en chiste para bajar el tono solemne, muchas veces escuché a personas decir que sus libros son como hijos y apelan a un montón de metáforas para más tarde reclamar que su actividad sea tan remunerada como un trabajo… Bueno, a mí no me parece muy ético vivir de los hijos, tampoco creo que nadie pueda “vivir de…”, en la lógica capitalista de lo que se ama. En todo caso se vive para lo que se ama y eso no invalida que tenga derecho a poder subsistir en el sistema que, a fuerza de no poder nunca apropiarse del talento sí lo hace con las habilidades potenciadas. La habilidad en grado sumo siempre será servil al sistema como rehén y víctima.
Pensando en tu novela: a pesar de centrarse en esa etapa de la vida, “Todos los niños mienten” no tiene una visión nostálgica de la infancia.
Es que, humildemente, intenté generar un contraste entre la visión del mundo adulto y el universo lúdico de los niños, poner de manifiesto qué cosas y a quiénes ponen en evidencia en las representaciones del juego. Sobre todo en lo ideológico cultural. La mayoría de los niños en la novela pasan todo el día solos, son educados por la televisión, cuidados por vecinos, hay padres ausentes y madres que tienen que trabajar todo el día para parar la olla, otras están sus casas, preparan meriendas y compran juguetes carísimos como si ahí fuera posible materializar el amor. Yo no creo en eso de que la infancia es la patria del hombre, más allá de que sea una linda idea poética. Fue (el poeta austríaco Rainer María) Rilke el que lo dijo, ¿no? Basta con pensar en la época que inmortalizó esa expresión para entender que hay muchos seres que debieron exiliarse de su propia infancia, por no mencionar esa obra genial que es “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge”. Si lo real es lo cultural, en “Todos los niños mienten” hay una reivindicación del derecho a jugar.