A partir del martes 27 de junio y durante los 5 días siguientes, Francia entró en una espiral de violencia sin freno en París, Marsella y otras ciudades del país, con enfrentamientos entre la policía y manifestantes en su mayoría jóvenes.
El estallido se produjo tras el asesinato del adolescente de 17 años Nahel Merzouk durante un control de tránsito, en el que un policía le disparó a quemarropa, cuando el joven intentó atropellar a los agentes, según la versión oficial, aunque un video difundido después la contradice.
La muerte de Merzouk, de padres marroquíes y argelinos, uno de los tantos jóvenes franceses hijos de inmigrantes que viven en los suburbios de los principales centros urbanos del país, conocidos como banlieues en francés, desató una ola de conmoción social, que inmediatamente se transformó en una explosión masiva.
Los números de esas 5 noches de violencia son impactantes: más de 3400 detenidos, 1000 vehículos incendiados y otros tantos edificios, entre ellos, 250 comisarías, escuelas, bibliotecas e intendencias, saqueos de negocios de reconocidas marcas y unos 700 policías heridos.
El presidente Emmanuel Macron y la primera ministra Elisaneth Borne deploraron el crimen, pero se pusieron a la cabeza de la restauración del orden público, en una sociedad dividida entre quienes condenaron la violencia policial y quienes se centraron en el rechazo a los incidentes.
Pero hay otro dato que impacta como medida de la indignación colectiva por el crimen: la mayoría de los miles de detenidos no conocía a Merzouk, ni tenía antecedentes penales.
Muchos de los procesados en los juzgados de la periferia de París, que debieron trabajar febrilmente para dar curso a las causas abiertas, son además trabajadores: empleados de delivery, paramédicos, mozos en restaurantes, obreros fabriles, y estudiantes. Una gran mayoría, menores.
Y habitantes de las grandes urbanizaciones populares que rodean como anillos a las ciudades francesas.
El antecedente de esta rebelión de los banlieues es otro hecho similar, ocurrido hace 18 años, en 2005, cuando dos jóvenes que eran perseguidos por la policía murieron electrocutados en una subestación eléctrica, lo que desembocó en tres semanas de disturbios.
Entre ambos episodios, poco ha cambiado para los habitantes de los suburbios, salvo el incremento de la violencia policial en controles y chequeos al azar, a los que se acusa de estar basados en la discriminación étnica.
La realidad de la consolidación de la violencia institucional se grafica con los comunicados racistas emitidos por los sindicatos policiales durante las protestas. Y también por lo expresado por el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Muchas de las urbanizaciones en las que se concentran los sectores más pobres de la población francesa, en su mayoría inmigrantes o sus descendientes, fueron construidas a fines de los 50 y 60, en áreas con pobre infraestructura y transporte para sus habitantes, que por lo general trabajan en el centro de las ciudades.
Los datos demográficos de los suburbios son elocuentes: un 40 por ciento de quienes viven allí son menores de 25 años. La estigmatización se reproduce a lo largo de los años: solo un 54% de estos jóvenes logra terminar la escuela secundaria, y el desempleo trepa al doble en las zonas periféricas, al igual que las dificultades para acceder a la universidad o a programas de oficios.
Desde los incidentes de 2005, se invirtieron miles de millones de euros para tratar de revertir la situación de los suburbios, en proyectos habitacionales, de transporte o comunitarios.
Pero no fueron suficientes para paliar la deuda social, y la inequidad estructural que divide a la sociedad francesa en cuestiones como empleo y educación.
Una deuda que Macron deberá afrontar si pretende evitar nuevas rebeliones en los años que le quedan a su gobierno.