Jorge Luis Borges, el eterno Premio Nobel que no fue y la pluma más exquisita de la Argentina, es el hombre que se pierde y se encuentra en declaraciones, como en uno de sus laberintos que nunca se terminan.
Su relación con literatura comenzó a muy temprana edad. A los cuatro años ya sabía leer y escribir, y desde entonces, todos los sentimientos los plasmó en palabras.
La ceguera fue su temática y enfermedad. En una conferencia dictada en el Teatro Coliseo de Buenos Aires el 3 de agosto de 1977, mencionó que su ceguera era total de un ojo y parcial del otro, y que el color amarillo era el único color que percibía, junto con el verde y el azul.
En esta misma conferencia afirmó extrañar los colores rojo y negro, colores que quedaron afuera de sus obras teñidas por las sombras.
En otra conferencia, Georgie, como lo llamaban sus familiares de pequeño, contó en primera persona que “la ceguera no debe verse como un patetismo; la ceguera debe verse como un modo de vida.” y agregó “Si yo recuperara la vista, me quedaría en casa leyendo los libros que sigo comprando para engañarme a mi mismo”.
En 1955 fue designado Director de la Biblioteca Nacional en el mítico edificio de la calle México, en el momento que se declara su cueguera. En esta biblioteca, que por momentos fue su casa, tenía miles de libros que no podía leer. El haber sido designado director y, en el mismo año, comprender la profundización de su ceguera fue percibido por el escritor como una contradicción del destino.
Él mismo lo relató en una conferencia en el Teatro Colón (1977): “Poco a poco fui comprendiendo la extraña ironía de los hechos. Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de novecientos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar las carátulas y los lomos. Entonces escribí aquel Poema de los dones”
Sin embargo, no solo escribió obras literarias, también incursionó en las milongas. Tal fue el caso de “Milonga de Jacinto Chiclana”, cuya letra le pertenece con música de Ástor Piazzola. La canción fue cantada y grabada por Edmundo Rivero en 1965.